Anoche no me perdoné en tí. No pude. Te ví tan fría, ausente, inalcanzable a las palabras amorosas, que te dejé.
Salí a ver estrellas, entonces. A suspirar con ruidillos de la noche, bichos escondidos que recuerdan cómo se canta en lo oscuro por una migaja minúscula de luz.
Advertí, no imaginé, que estás más vieja que mis dedos, más mustia que mis ojos, ¡pero tanta dicha hemos cimentado con placer, con estímulos, que están en el vestido que te quitas y la carne que se exuda con su canción de gozo primario, a pesar de reparos lujuriantes!
Hay días así, cuando no sé perdonarte y nada hicíste que yo no haya hecho igual, precariamente, irrazonado, imprudente por querer apretar cielo y tierra en un puño, desolado.
No olvidé que hemos tenido amor y aburrimiento y que el espacio nos tiene por cómplices, nos acomoda, nos tira, nos induce al filo de navaja, a cruel sendero.
Entre nosotros, empero, han crecido palabras menos dulces que tus labios y hemos vuelto a los besos (que es volver a la boca y al regreso) y hemos olvidado palabras y lamentos.
¿Cómo será sorber la madrugada cuando la noche comenzó con tal silencio? Lo que deseas de mí no lo hablaste y la noche de anoche, ¿tendrá que repitirse? ... porque el perdón es más que las palabras y que los besos y que el sortilegio del tiempo condensado en memoria de tu piel que ha envejecido, casi siempre tan fiel y adorablemente mía.
El dolor es exacto cuando quiere ser dolor con la vergüenza de los dos. No te apiadé, ni me apiadaste tú; por eso hay días, como ayer y hoy y otros días ya superados e inútiles, en que escapamos a la noche y tajamos con cuchillo de silencio velo o colcha o mantís, o tenderales, lo que haya sido: carencia de cobija o de piel cálida, tu carne... pero en calles del firmamento, abro el espacio, uno para los dos.
Del libro Tantralia
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